domingo, marzo 13, 2011

Vidrio (Garasu)

Su novia de quince años, Yoko, había regresado a la casa sin color en las mejillas.

—Me duele la cabeza. Vi algo muy triste.

En la fábrica de botellas de sake, un joven obrero había escupido sangre y sufrido graves quemaduras al caer inconsciente. Y ella había visto cómo sucedía todo. También su novio conocía la fábrica. Como se trabajaba en un ambiente tórrido, las ventanas estaban abiertas durante casi todo el año. Siempre había dos o tres transeúntes parados frente a ellas. En esa calle el agua no corría y quedaba estancada con el brillo del aceite, como una cloaca decadente. En el interior húmedo, donde no entraba el sol, los obreros blandían bolas de fuego en la punta de largas varas. El sudor les corría por las camisas y las caras, tan empapadas como la ropa. Las bolas de fuego en las puntas de las varas se estrechaban hasta tomar la forma de una botella. Las metían en agua, y luego las levantaban por un momento para quebrarlas con un chasquido. Entonces un muchacho las tomaría con tenazas para llevarlas corriendo encorvado hasta el horno. A los diez minutos, quienes se hubieran detenido a mirar por las ventanas sentían la cabeza áspera y solidificada como un fragmento de vidrio, sugestionados por la excitación, el ruido y desplazamiento de las bolas de fuego. Mientras Yoko espiaba, un muchacho que cargaba una botella lanzó un escupitajo de sangre espesa y cayó exhausto al suelo, tapándose la boca con las manos. Golpeado en un hombro por la bola de fuego, abrió la boca manchada de sangre y gritó como si fuera a partirse en dos. Se levantó de un salto, corrió dando vueltas y cayó al piso.

—Cuidado, idiota. Le echaron agua sobre el hombro. El joven obrero estaba inconsciente.

—Estoy segura de que no tiene dinero para el hospital. Quiero visitarlo —le dijo a su novio.

—Ve entonces, pero has de saber que no es el único obrero que merece compasión.

—Gracias, pero me sentiré bien si lo hago. Veinte días después, el joven obrero fue a agradecer a la muchacha su visita. Pidió hablar con la "joven señorita", y Yoko salió hasta la entrada. El muchacho estaba en el jardín. Al verla, se detuvo cerca del umbral e inclinó la cabeza.

—¿Está usted mejor?

—¿Cómo? —El pálido joven parecía asustado.

Yoko tuvo que contener el llanto.

—¿Su quemadura se ha curado?

—Sí —y el muchacho empezó a desabotonarse la camisa.

—No es necesario. Yoko corrió a la habitación donde estaba su novio. Y éste le dio unas monedas. —Dáselas.

—No quiero volver. Que se las entregue la criada. Diez años más tarde. El hombre leyó un cuento titulado "Vidrio" en una revista literaria. Describía ese vecindario. El agua que no corría, con el aceite flotando brillante. Un infierno con bolas de fuego que se desplazaban. Escupitajos de sangre. Una quemadura. El favor de una muchacha burguesa

—Eh, Yoko, Yoko.

—¿Qué pasa?

—Una vez viste desmayarse a un joven en una fábrica de vidrio, y luego le diste dinero, ¿no te acuerdas? Eras estudiante del primero o segundo año del colegio secundario.

—Sí, así fue. —Ese muchacho es ahora un escritor, y ha narrado todo eso.

—¿Qué? Déjame ver. Yoko le arrebató la revista. Pero, mientras leía por encima de su hombro, él ya estaba arrepentido de habérsela mostrado. Se contaba cómo más tarde el joven había ido a trabajar a una fábrica de floreros. Allí había demostrado gran talento para el diseño del color y la forma de los floreros, por lo que no tenía que forzar su cuerpo enfermo tan duramente. Contaba también que le había enviado a la joven el más hermoso florero que había diseñado. "Durante cuatro o cinco años" —ése era el quid de la historia— "hice sin cesar floreros inspirado en la muchacha burguesa. ¿Fue mi humilde experiencia de trabajo la que había despertado mi conciencia de clase social? ¿O fue acaso el amor por la muchacha burguesa la causa? Habría sido más conveniente escupir sangre entonces, haber escupido hasta desangrarme y morir. El favor de un enemigo obsesionante. La humillación. Hace mucho tiempo, la hija de un guerrero, cuyo castillo había sido tomado, fue salvada por la piedad del enemigo; sin embargo, padeció el destino de convertirse en la concubina del hombre que había matado a su padre. El primer favor debido a la jovencita fue que ella salvó mi vida. El segundo, que ella me dio la oportunidad de buscar un nuevo trabajo. Pero vean qué tipo de nuevo trabajo: ¿para qué clase hacía yo floreros? Me había convertido en la concubina de mi enemigo. Me daba cuenta de lo encantadora que podía ser esa jovencita, entendía por qué me sentía bendecido por ella. Pero, así como un hombre no puede caminar en cuatro patas como un león, yo era incapaz de borrar el sueño por la jovencita. Imaginaba que la casa de mi enemiga se quemaba, y podía oír sus lamentos porque el bello florero se hacía trizas en su delicada habitación. Imaginaba la belleza de la muchacha destruida. Y aunque estaba en la primera línea del frente de batalla de las clases, era a la larga, apenas una hojuela de vidrio. Una simple protuberancia de vidrio. Aun hoy, en estos tiempos modernos, ¿hay alguien entre nosotros que no sienta el vidrio en su espalda? Primero, debemos hacer que nuestros enemigos rompan el vidrio sobre nuestras espaldas. Si nos desvanecemos con el vidrio, no hay nada que hacer, pero si nos vemos aliviados de nuestra carga, bailaremos y seguiremos con la lucha." Una vez que terminó de leer la historia, Yoko parecía considerar algo a la distancia.

—Me preguntaba de dónde habría venido ese florero. Él nunca la había visto con una expresión tan humilde. —Y pensar que yo era una niña entonces. Él palideció.

—Es cierto. Ya sea que luches contra otra clase o que asumas la pertenencia a una clase y luches por tu cuenta, ante todo, debes admitir que pronto acabarás destruido como individuo.

Era raro. Nunca en todos esos años había percibido él en su esposa el encanto y la frescura que tenía la niña de la historia. ¿Cómo había podido captar eso un encorvado, pálido y enfermo granuja?



Y. Kawabatta (1925)

lunes, octubre 11, 2010

Es que somos muy pobres




Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño. Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él , estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.


(Cuento del "El Llano en llamas" de 1953)

Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

viernes, septiembre 17, 2010

La dama y la muerte

La dama y la muerte from Derecho a Morir Dignamente on Vimeo.



Lindo corto español. Muy recomendable.
pd: no termina en el 1er final ;)

miércoles, abril 28, 2010

La langosta y el grillo (Batta to suzumushi, 1924)

La langosta y el grillo


Caminaba a lo largo del muro con techo de tejas de la universidad, cuando decidí cambiar de rumbo y marchar hacia el edificio de la facultad. Al cruzar la verja blanca que rodea el patio, desde un oscuro conjunto de arbustos, bajo unos cerezos que ya estaban negros, me llegó el canto de un insecto. Aminoré la marcha y presté atención a ese sonido, sin ganas de desprenderme de él, tanto que giré sobre mi derecha para no abandonar del todo el patio. Al volverme hacia la izquierda, vi que la verja se abría hacia un terraplén con naranjos y, al aproximarme a ese rincón, se me escapó una exclamación de sorpresa. Mis ojos, brillantes de curiosidad, descubrieron lo que se les revelaba y me apresuré con pasos ágiles.En el fondo del terraplén se mecía un racimo de hermosas linternas multicolores, como las que se ven en los festivales de remotas aldeas campesinas. Sin necesidad de más datos, me di cuenta de que se trataba de un grupo de niños participando de una cacería de insectos en medio de los arbustos. Eran como veinte linternas. No sólo las había carmesíes, rosas, violetas, verdes, celestes y amarillas, sino que alguna hasta brillaba con cinco colores al mismo tiempo. También había algunas rojas, de forma cuadrada, compradas en algún negocio. Pero la mayoría eran unas cuadradas y muy bellas que los propios niños habían fabricado con mucho amor y dedicación. Las linternas que se balanceaban, el grupo de niños en esa solitaria colina, ¿no componían acaso una escena digna de un cuento de hadas?Cierta noche, uno de los niños de la vecindad había oído el canto de un insecto en esa colina. Se compró una linterna roja y volvió a la noche siguiente para buscarlo. A la siguiente, se le unió otro. Este nuevo compañero no podía comprarse una linterna, así que hizo cortes en el frente y la parte posterior de un cartón y, empapelándolo, colocó una vela en la base y le ató una cuerda en la parte superior. El grupo creció a cinco, y en seguida a siete. Aprendieron a colorear el papel que tensaban sobre el cartón ya cortado, y a dibujar sobre él. Luego estos sabios niños artistas, cortando de hojas de papel formas como redondeles, triángulos y rombos, y coloreando cada ventanita de un modo distinto, con círculos y diamantes rojos y verdes, lograron un diseño decorativo propio y completo. El niño de la linterna roja pronto la descartó por ser un objeto sin gusto que se podía comprar en cualquier negocio. El que se había fabricado la suya la desechó porque juzgó su diseño demasiado simple. Lo ideado la noche anterior resultaba insatisfactorio a la mañana siguiente. Cada día, con tarjetas, papel, pinceles, tijeras, navajas y cola, los niños hacían nuevas linternas que surgían de su mente y su corazón. ¡Mira la mía! ¡Que sea la más bella! Y cada noche salían a su cacería de insectos. Eran los niños y sus lindas linternas lo que estaba viendo ante mí.Extasiado, me quedé dejando correr el tiempo. Las linternas cuadradas no sólo tenían diseños pasados de moda y formas de flores, sino que los nombres de los niños que las habían construido estaban calados en caracteres rectos de silabario. A diferencia de los pintados sobre las linternas rojas, otras (hechas con cartulina gruesa recortada) llevaban sus dibujos sobre el papel que cubría las ventanitas, de modo que la luz de la vela parecía emanar de la forma y el color del dibujo. Las linternas resaltaban las sombras de los arbustos. Y los niños se acuclillaban ansiosos en esa colina dondequiera que oyeran el canto de un insecto.—¿Alguien quiere una langosta?Un chico, que había estado escudriñando un arbusto a unos tres metros de los otros, se irguió de improviso para gritar esa frase.—Sí, dámela.
Seis o siete niños se le acercaron corriendo. Se amontonaron detrás del que la había hallado, intentando espiar dentro de la mata de plantas. Restregándose las manos y estirando los brazos, el muchacho se quedó de pie, como custodiando el arbusto donde estaba el insecto. Balanceando la linterna con la mano derecha, volvió a convocar a los otros niños.—¿Nadie quiere una langosta? ¡Una langosta!—Yo la quiero.Cuatro o cinco chicos más llegaron corriendo. Parecía que nadie podría haber cazado un insecto más precioso que una langosta. El muchacho gritó por tercera vez.—¿Nadie más quiere una langosta?Otros dos o tres se aproximaron.—Sí, yo la quiero.Era una niña, que se ubicó justo a espaldas del chico que había encontrado el insecto. Dándose vuelta graciosamente, éste se inclinó hacia ella. Pasó la linterna a su mano izquierda y metió la derecha en el arbusto.—Es una langosta.—Sí, la quiero tener.El chico se puso de pie de un salto. Como si dijera "aquí lo tienes", extendió el puño que aferraba el insecto hacia la niña. Ella, deslizando su muñeca izquierda bajo la cuerda de la linterna, envolvió con sus dos manos el puño del muchacho. Él abrió con presteza su puño. Y el insecto quedó atrapado entre el pulgar y el índice de la niña.—Oh, no es una langosta sino un grillo.Los ojos de la niña brillaron al mirar el pequeño insecto castaño.—Un grillo, un grillo.Los niños repitieron como un coro codicioso.—Un grillo, un grillo.Clavando su inteligente y brillante mirada en el chico, la jovencita abrió la jaulita que llevaba a un costado y depositó en ella al grillo.—Es un grillo.—Oh, sí, es un grillo —murmuró el chico que lo había capturado. Sostuvo la jaulita a la altura de sus ojos y observó el interior. A la luz de su bella linterna multicolor, también sostenida a la misma altura, observó el rostro de la niña.Oh, pensé, y tuve envidia del chico, y me sentí cohibido. ¡Qué tonto había sido yo al no comprender su acción! Y contuve la respiración. Había algo sobre el pecho de la niña, algo de lo que ni el niño que le había dado el grillo, ni ella que lo había aceptado, ni los niños que observaban se habían percatado.¿Acaso en la débil luz verdosa que caía sobre el pecho de la niña, no se leía claramente el nombre "Fujio"? La linterna del chico, que colgaba al lado de la jaulita de la niña, inscribía su nombre, grabado con navaja en la verde apertura empapelada, sobre el blanco kimono de algodón de ella. La linterna de la niña, que pendía blandamente de su muñeca, no proyectaba su inscripción con tanta claridad, pero era posible distinguir, en una temblorosa mancha roja sobre la cintura del muchacho, el nombre "Kiyoko". De este azaroso juego entre el rojo y el verde —fuera azar o juego— ni Fujio ni Kiyoko estaban enterados.Incluso si por siempre recordaran que Fujio le había dado el grillo y que Kiyoko lo había aceptado, ni siquiera en sueños llegarían a saber que sus nombres habían quedado inscriptos: en verde sobre el pecho de Kiyoko, en rojo en la cintura de Fujio.¡Fujio! Cuando ya te hayas convertido en un hombre, ríe con placer ante el deleite de una muchacha, a quien le han dicho que se trata de una langosta, y recibe un grillo; y r íe también con cariño de su desilusión al recibir una langosta cuando le habían prometido un grillo.Aun si tienes la astucia de buscar solo en un arbusto, alejado de los otros niños, debes saber que no abundan los grillos en este mundo. Probablemente encuentres una muchacha parecida a una langosta a quien veas como un grillo.
Seis o siete niños se le acercaron corriendo. Se amontonaron detrás del que la había hallado, intentando espiar dentro de la mata de plantas. Restregándose las manos y estirando los brazos, el muchacho se quedó de pie, como custodiando el arbusto donde estaba el insecto. Balanceando la linterna con la mano derecha, volvió a convocar a los otros niños.—¿Nadie quiere una langosta? ¡Una langosta!—Yo la quiero.Cuatro o cinco chicos más llegaron corriendo. Parecía que nadie podría haber cazado un insecto más precioso que una langosta. El muchacho gritó por tercera vez.—¿Nadie más quiere una langosta?Otros dos o tres se aproximaron.—Sí, yo la quiero.Era una niña, que se ubicó justo a espaldas del chico que había encontrado el insecto. Dándose vuelta graciosamente, éste se inclinó hacia ella. Pasó la linterna a su mano izquierda y metió la derecha en el arbusto.—Es una langosta.—Sí, la quiero tener.El chico se puso de pie de un salto. Como si dijera "aquí lo tienes", extendió el puño que aferraba el insecto hacia la niña. Ella, deslizando su muñeca izquierda bajo la cuerda de la linterna, envolvió con sus dos manos el puño del muchacho. Él abrió con presteza su puño. Y el insecto quedó atrapado entre el pulgar y el índice de la niña.—Oh, no es una langosta sino un grillo.Los ojos de la niña brillaron al mirar el pequeño insecto castaño.—Un grillo, un grillo.Los niños repitieron como un coro codicioso.—Un grillo, un grillo.Clavando su inteligente y brillante mirada en el chico, la jovencita abrió la jaulita que llevaba a un costado y depositó en ella al grillo.—Es un grillo.—Oh, sí, es un grillo —murmuró el chico que lo había capturado. Sostuvo la jaulita a la altura de sus ojos y observó el interior. A la luz de su bella linterna multicolor, también sostenida a la misma altura, observó el rostro de la niña.Oh, pensé, y tuve envidia del chico, y me sentí cohibido. ¡Qué tonto había sido yo al no comprender su acción! Y contuve la respiración. Había algo sobre el pecho de la niña, algo de lo que ni el niño que le había dado el grillo, ni ella que lo había aceptado, ni los niños que observaban se habían percatado.¿Acaso en la débil luz verdosa que caía sobre el pecho de la niña, no se leía claramente el nombre "Fujio"? La linterna del chico, que colgaba al lado de la jaulita de la niña, inscribía su nombre, grabado con navaja en la verde apertura empapelada, sobre el blanco kimono de algodón de ella. La linterna de la niña, que pendía blandamente de su muñeca, no proyectaba su inscripción con tanta claridad, pero era posible distinguir, en una temblorosa mancha roja sobre la cintura del muchacho, el nombre "Kiyoko". De este azaroso juego entre el rojo y el verde —fuera azar o juego— ni Fujio ni Kiyoko estaban enterados.Incluso si por siempre recordaran que Fujio le había dado el grillo y que Kiyoko lo había aceptado, ni siquiera en sueños llegarían a saber que sus nombres habían quedado inscriptos: en verde sobre el pecho de Kiyoko, en rojo en la cintura de Fujio.¡Fujio! Cuando ya te hayas convertido en un hombre, ríe con placer ante el deleite de una muchacha, a quien le han dicho que se trata de una langosta, y recibe un grillo; y r íe también con cariño de su desilusión al recibir una langosta cuando le habían prometido un grillo.Aun si tienes la astucia de buscar solo en un arbusto, alejado de los otros niños, debes saber que no abundan los grillos en este mundo. Probablemente encuentres una muchacha parecida a una langosta a quien veas como un grillo.


Y. Kawabata

jueves, julio 02, 2009

11.La Garrapata

11. Garrapata

“El animal tiene memoria, pero ningún recuerdo”.
Heymann Steinthal

Los libros de Uexküll contienen a veces ilustraciones que tratan de sugerir la forma en que aparecería un segmento del mundo humano visto desde el punto de vista del erizo, de la abeja, de la mosca o del perro. El experimento es útil por el efecto de extrañeza que produce en el lector, obligado de golpe a mirar con ojos no humanos los lugares que le son más familiares. Pero tal extrañeza no ha adquirido nunca una fuerza expresiva similar a la que Uexküll supo imprimir a su descripción del ambiente del Ixodes ricinos, conocido vulgarmente como garrapata, que constituye ciertamente un vértice del antihumanismo moderno, digno de leerse junto a Ubu roi o Monsieur Teste.
El exordio tiene tonos idílicos:

“El habitante del campo que atraviesa a menudo bosques y malezas en compañía de su perro no puede dejar de encontrarse con un minúsculo animal que, colgado de una ramilla, espera a su presa, hombre o animal, para dejarse caer sobre la víctima y saciarse con su sangre… En el momento de salir del huevo, no está todavía completamente formado: le faltan un par de patas y los órganos genitales. Pero en este estadio es ya capaz de atacar a los animales de sangre fría, como la luciérnaga, apostándose en la punta de un hilo de hierba. Después de algunas mudas sucesivas, adquiere los órganos que le faltaban y puede así dedicarse a la caza de animales de sangre caliente. Cuando la hembra es fecundada, se arrastra con sus ocho patas hasta la extremidad de una pequeña rama, para precipitarse desde la altura justa sobre los pequeños mamíferos de paso o salir al encuentro de animales de mayor envergadura”. (Uexküll, 85-86)

Tratemos de imaginar, siguiendo las indicaciones de Uexküll, a la garrapata suspendida en su arbusto en un bello día de verano, inmersa en la luz solar y envuelta por todas partes por los colores y los perfumes de la flores del campo, por el zumbido de las abejas y de los otros insectos, por el canto de los pájaros. Mas, con todo, el idilio ya ha terminado, porque la garrapata no percibe absolutamente nada de todo eso.


“Este animal carece de ojos y sólo puede dar con su lugar de acecho gracias a la sensibilidad de su piel a la luz. Este salteador de caminos es completamente ciego y sordo y sólo el olfato le permite percibir la cercanía de su presa. El olor del ácido butírico, que emana de los folículos sebáceos de todos los mamíferos, actúa sobre él como una señal que le impulsa a abandonar su posición y a dejarse caer ciegamente en la dirección de la presa. Si la buena suerte le hace caer sobre algo caliente (que percibe gracias a un órgano sensible a una temperatura determinada), eso significa que ha logrado su objetivo, el animal de sangre caliente, y que ya no tiene necesidad más que del sentido táctil para encontrar un sitio que esté lo más limpio posible de pelos y hundirse hasta la cabeza en el tejido cutáneo del animal. Ahora ya puede chupar lentamente un chorro de sangre caliente”. (Ibid., 86-87)

Sería lícito suponer, llegados a este punto, que la garrapata ama el gusto de la sangre o que posee al menos un sentido para percibir su sabor. Pero no es así. Uexküll nos hace saber que los experimentos llevados a cabo en laboratorios en los que se utilizaban membranas artificiales llenas de líquidos de todo tipo, demuestran que la garrapata carece por completo del sentido de gusto: absorbe ávidamente cualquier líquido que tenga la temperatura justa, es decir, los treinta y siete grados correspondientes a la temperatura de la sangre de los mamíferos. Sea como fuere, el banquete de sangre de la garrapata es también su festín fúnebre, porque ya no le queda otra cosa que hacer que dejarse caer al suelo, depositar en él los huevos y morir. El ejemplo de la garrapata manifiesta con claridad la estructura general del ambiente que es propia de todos los animales. En este caso particular, la Umwelt se reduce a tres únicos portadores de significado o Merkmalträger: 1) el olor del ácido butírico contenido en el sudor de todos los mamíferos; 2) la temperatura de treinta y siete grados correspondiente a la de la sangre de los mamíferos; 3) la tipología de la piel propia de los mamíferos, provista en general de pelos e irrigada por vasos sanguíneos. Pero la garrapata está inmediatamente unida a esos tres elementos en una relación tan intensa y apasionada como acaso no sea posible encontrar en las relaciones que vinculan al hombre con su mundo, muchísimo más rico en apariencia. La garrapata es esta relación y no vive más que en ella y para ella.
Solo en este punto Uexküll nos hace saber además que en el laboratorio de Rostock se mantuvo con vida durante dieciocho años sin alimentación a una garrapata, es decir, en condiciones de absoluto aislamiento con respecto a su medio. El autor no ofrece ninguna explicación de este hecho singular, y se limita a suponer que en este “período de espera” la garrapata se encuentra en “una especie de sueño semejante al que nosotros experimentamos cada noche”, salvo para extraer después la consecuencia de que “sin un sujeto viviente el tiempo no puede existir”(Uexküll, 98). Pero ¿qué pasa con la garrapata y su mundo en este estado de suspensión que dura dieciocho años? ¿Cómo es posible que un ser vivo, que consiste enteramente en su relación con el medio, pueda sobrevivir cuando se le priva absolutamente de él? ¿Y qué sentido tiene hablar de “espera” si no hay tiempo ni mundo?


Extracto de "Lo abierto" por G. Agamben.

jueves, octubre 02, 2008

La prisa es la maldición del siglo

por Eugeni Evtushenko

La prisa es la maldición del siglo
y el hombre secando el sudor
por la vida va y viene como el alfil caído
acorralado en un jaque mate.

Presurosamente beben,
presurosamente aman,
denigras el alma
presurosamente golpean,
con prisa matan
y después se arrepienten
presurosamente.

Pero tú, aunque sea una vez, en el mundo que duerme o hierve, detente como un caballo cubierto de espuma presintiendo en las pezuñas el abismo. Detente en mitad del camino, cree en el cielo como juez, piensa, si no en Dios, simplemente en ti mismo.

Bajo el murmullo
de las hojas secas,
bajo el ronco silbar
de locomotoras,
entiende, corredor desgraciado:
el que se detiene es grande.

Hay fuerza en la indecisión
cuando por el falso camino
adelante falsamente te alumbran
y tú no te decides a ir.

Cuando a ti te empuja la maldad al olvido de tu propia alma, al deshonor del disparo y la palabra, no te apures, no concluyas.

Hombre de nombre santo,
levanto los ojos con una oración
en medio del libertinaje, la ruina,
detente, detente.

jueves, agosto 28, 2008

Igualdad de generos en el año 1879

(...)

El: Abandonar tu hogar, tu marido, tus hijos... ¿y no piensas en el que dirán?
Ella: No puedo pensar en esos detalles. Solo se que me es indispensable ir...

El:!Es odioso! !Traicionar así los deberes más sagrados!
Ella:¿A que llamas tu mis deberes más sagrados?

El: ¿Necesitas que te lo diga? ¿No son tus deberes más sagrados tu marido y tus hijos?
Ella: Tengo otros deberes no menos sagrados.

El: No los tienes ¿que deberes son esos?

Ella: Mis deberes conmigo misma.

El: Ante todo eres esposa y madre.

Ella: Yo no creo eso. Creo que ante todo soy un ser humano, igual que tú,... o al menos, debo intentar serlo. Sé que la mayoría de los hombres te darán la razón , y que algo así esta escrito en los libros. Pero ahora no puedo conformarme con lo que dicen los hombres y con lo que esta escrito en los libros. Tengo que pensar por mi cuenta en todo esto y tratar de comprenderlo....

(...)

"Ella" es Nora,
"El" es Helmer (su marido)

Lo que leyeron ocurre en el 3er acto de la obra del dramaturgo noruego E. Ibsen titulada "Casa de muñecas", que fue estrenada en 1879.
Más de 200 años despues sus lineas impactan por su actualidad, o más bien, por lo imperecedero del problema.

saludos!